TUNEZ Y EGIPTO, LA REVOLUCIÓN SIN BALAS







Una carretilla de frutas y verduras en el suelo y dos cachetadas a su dueño, en un olvidado y empobrecido pueblo tunecino, fue el detonante de una revolución civil que estremeció Africa del Norte y Medio Oriente y que, en menos de dos meses, derrumbó las dictaduras de Ben Ali, en Túnez, y de Hosni Mubarak en Egipto.

La llama de esa revolución, que movilizó a millones de personas, sigue viva y podría repetirse en otros países de la región, todos cortados con la misma tijera: regímenes de mano dura, pobreza generalizada, corrupción rampante, hartazgo social y limitaciones o ausencia de libertad de expresión e información.

Como las pirámides que impávidas siguen en el mismo lugar, los gobiernos que manejaban los países del Magreb (Marruecos, Argelia, Túnez, Libia y Egipto) se perpetuaban por décadas al amparo de implacables estados de emergencia para controlar o reprimir cualquier atisbo de oposición política o malestar social.

Túnez, aunque pequeño y con solo diez millones de habitantes, era el país prototipo de este insoportable statu quo, con un régimen dirigido 23 años con mano dura por Zine el Abidine Ben Ali, a quien la televisión tunecina llamaba el "líder", "el iluminado", "el arquitecto del cambio", "el combatiente supremo", "el salvador", "el sol que brilla sobre los tunecinos", "la ambición que nutre al pueblo".

"Le otorgaban cualidades de una divinidad. Ben Ali nunca admitía una equivocación. Además, veía el futuro. Hablaba como si fuera un ser eterno", comenta Fathi Chamkhi, profesor y activista de derechos humanos.

SELECCIÓN DE TIRANOS

Para guardar las apariencias de manera que todo siga igual, en Túnez se realizaban periódicas elecciones que solo servían para prolongar el abusivo mandato, esquema que se repetía en Egipto, el más importante de los países árabes con 80 millones de habitantes y Hosni Mubarak inamovible 30 años en la presidencia. Tan seguro se sentía de su poder que nunca tuvo un vicepresidente y, cual faraón, preparaba a su hijo Gamal para sucederlo.

Más férrea y brutal es, hasta ahora, la dominación del excéntrico coronel Muammar al Gaddafi sobre Libia desde 1969 y que Estados Unidos, durante el gobierno de Ronald Reagan (1980-88), no pudo derrocar ni asesinar a pesar que le lanzó un ataque con misiles en 1986. Para variar, Gaddafi ya nombró único sucesor a su hijo mayor Sayf.

“Después de las revoluciones tunecina y egipcia, el mensaje político está claro: con protestas masivas no violentas, cualquier cosa es posible y ya ningún Gobierno autocrático está del todo seguro”, afirma Tariq Ramadan profesor de Estudios Islámicos Contemporáneos en Oxford.

Esta advertencia ya fue escuchada por Abdelaziz Buteflika, presidente de Argelia desde 1999, que ante las amenazas de protestas mojó la mecha y aflojó el estado de emergencia que se impuso a la nación africana hace 19 años.

Lo mismo hizo otro veterano dictador, Ali Abdullah Saleh, presidente de Yemén desde 1978, que ya prometió a su Parlamento no prolongar su mandato que acaba en 2013 y menos dejarle el poder a su hijo.

Felizmente, estos vientos de libertad podrían socavar a gobiernos autoritarios y dinásticos como el vigente en Siria, donde la familia al Assad se consolidó en el poder con la sucesión de Bachir a la muerte de su padre Hafez, quien asumió el mando por un golpe de estado en 1971. Los reinos de Jordania y Arabia Saudita, en Medio Oriente, y de Marruecos, en el Magreb, igualmente están expuestos a las ondas sísmicas emanadas de Túnez y Egipto.

SATRAPÍAS AGUJEREADAS

Mario Vargas Llosa escribió, al comentar estos alzamientos civiles, que la “globalización” económica y el alcance mundial del internet y los medios audiovisuales fueron otro factor que “agujereó” el férreo dominio de las satrapías árabes, al permitir a las masas árabes ver los beneficios de la modernidad en otros países mientras ellos vivían hundidos en un mundo petrificado, decadente y totalmente anacrónico.

Sin embargo, el trasfondo de este gigantesco movimiento social está ante todo en la permanente lucha de la gente por sobrevivir en la pobreza, que los agobia tanto o más que la permanencia de tiranos y gobiernos corruptos.

Un 25% de los jóvenes árabes están desempleados, según el Banco Mundial, y deben tardar hasta tres años, como promedio, para encontrar un empleo decoroso. También calculan que se necesitan crear en la región al menos cinco millones de empleos al año, pero sólo se crean tres millones.

"La lucha de los árabes es la lucha por lo más básico, educación, sanidad, un buen trabajo para vivir con dignidad, en una buena casa, y formar una familia... el tipo de cosas que tenemos garantizadas en Europa", expresa B. Rogan, profesor de Historia Contemporánea de Oriente Próximo de la Universidad de Oxford. "Es la primera vez en el mundo árabe que la gente se levanta para derrocar a un dictador sin un partido organizado detrás", señala.

Egipto, bajo Mubarak, fue el vivo ejemplo de lo petrificado que estaba el país durante las dos últimas décadas, pues los ingresos per cápita se estancaron en 2.155 dólares, sin contar la inflación anual, mientras que las élites gobernantes, civiles y militares, gozaban de las riquezas que da el poder.

"Los gobiernos no son democráticos, pero tampoco son capaces de ofrecer bienestar. Ahora hay más licenciados, pero las economías de la región no han sido capaces de darles salida laboral. Esto ha creado una enorme bolsa de personas con mucha formación, pero sin trabajo y sin libertades", dice Musa Shtiwi, profesor de sociología de la Universidad de Jordania. Es una imagen de cómo era y es aún la vida de millones de árabes, dominados por viejos y anquilosados gobernantes que ya deben de haber puesto las barbas en remojo.

ASI EMPEZÓ LA REVOLUCIÓN

Fue el 17 de diciembre pasado que el frustrado Mohamed Bonazizi (25), licenciado en informática, pero vendedor de verduras por falta de empleo, recibió la visita de la policía y una funcionaria municipal que le exigían el pago por ocupar la calle. Se negó y su mercadería fue derribada y, ante sus protestas, la mujer lo abofeteó.

Sin tener donde ir a quejarse, se fue hasta las rejas del palacio presidencial, se echó encima 5 litros de gasolina y se prendió fuego. Sus alaridos de dolor conmovieron a los diez millones de tunecinos, quienes sintieron que era hora de ponerse de pie y acabar con la corrupta e intocable dictadura de Ben Ali y su odiada mujer, Leila Trabelsi.

Consciente que se avecinaba una explosión social, Ben Ali fue al hospital donde Bonazizi agonizaba, totalmente cubierto de vendas, como una momia del siglo XXI. Era el 28 de diciembre, Dia de los Inocentes, y la foto del autócrata al lado del muchacho con todo el cuerpo quemado no hizo más que avivar el odio en su contra.

El 3 de enero, al conocerse la muerte de Bonazizi, se desató la explosión de furia y, 11 dias después, Ben Ali y su familia huyó tan precipitadamente que, desde su avión en vuelo pidió asilo en Francia e Italia, pero le negaron la orden de aterrizar y solo pudo hacerlo en Jedda, Arabia Saudita.

Las enardecidas masas saquearon las lujosas propiedades de Ben Ali y los parientes de su esposa, la peluquera que le dio su único hijo varón y, sin cuya anuencia, no se movía un papel en la burocracia. Fuentes occidentales revelaron que la familia huyó con cien toneladas de oro.

"Estaba muy extendido el sentimiento de humillación y de injusticia. Conforme la vida cotidiana se hacia más difícil, la gente observaba la opulencia en que vivía la familia presidencial. Era insultante la actitud arrogante de los Ben Ali. Observabas a quien te estaba robando y además te pedían caridad. Mirabas la televisión y recibías una bofetada", escribió Fathi Chamkhi, de la Liga Tunecina de Derechos Humanos.

La ambición del déspota y su camarilla -las familias Trabelsi, Mabrouk y Zarrouk- no tenía límites y se apoderaron, legal o ilegalmente, de bancos, aerolíneas, telefónicas, canales de televisión, radios y toda empresa importante hasta que el 14 de enero todo se les vino abajo.

EL SILENCIO CÓMPLICE

Estados Unidos, Europa e Israel tienen gran parte de responsabilidad en la vigencia y abusos de algunas dictaduras árabes, en la medida que eran los tapones necesarios a sus intereses. El poder de Mubarak, por ejemplo, descansaba en su absoluto respeto al Acuerdo de Paz de Camp Davis, suscrito por el presidente egipcio Anwar El Sadat en 1979 con Israel. El rais, sin ninguna presión externa, asi pudo reelegirse sin oposición en los plebiscitos de 1987, 1993 y 1999, y “ganó” la elección presidencial de 2005 con el 95% de los votos. Ben Alí mismo era considerado un "buen aliado" en la guerra contra el terrorismo. Otros grandes amigos de Occidente son los reyes de Arabia Saudita y Jordania, también respetuosos de la paz con Israel y enemigos jurados de Irán, la bestia negra de Estados Unidos e Israel.

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