EL MARACANAZO, LO MÁS GRANDE DE LOS MUNDIALES


Recuerdo de una gesta en homenaje al inicio del Sudáfrica 2010





Los historiadores del futuro, cuando hagan un recuento del siglo XX, al lado del Hombre en la Luna, las Guerras Mundiales y la Revolución Rusa, pondrán en capitulo especial el Maracanazo, ese hito y hazaña deportiva que enmudeció al mundo y es el monumento a lo sorprendente, vibrante y hermoso que es el fútbol, como la vida misma.


Los cañones de la Segunda Guerra Mundial aún humeaban en Europa al reunirse la FIFA en Luxemburgo, en 1946, para replantear la continuidad de la Copa del Mundo, cancelada en 1942 y 1946 por el conflicto bélico que comprometió a todos los continentes. La Alemania nazi, que se postuló como organizadora del evento para 1942, estaba en ruinas, como la gran parte de Europa. Solo Suiza, que se había mantenido neutral, tenía las reservas económicas para organizar el Mundial fijado para 1949.

Sin embargo, Suiza casi no tenía estadios y la Guerra Fría estaba en su apogeo, con Estados Unidos y la Unión Soviética mostrándose los dientes, mientras el Telón de Acero dividía a Europa. No era el mejor momento para una Copa del Mundo en territorio europeo y la FIFA decidió postergar un año el evento y le dio la sede a Brasil, que si tenía estadios y un eterno ambiente de carnaval. América Latina saludó la designación de Brasil, que tuvo el decisivo apoyo de Argentina para lograr el espaldarazo de la FIFA.

Las heridas de la IIGM aún se restañaban y solo 37 países aceptaron participar en las eliminatorias para el Mundial de Brasil, pero al final 8 países se retiraron por diferentes motivos, entre ellos el Perú y Argentina. Alemania tampoco participó, al ser vetada por las atrocidades perpetradas en la guerra.

Por la escasa participación de selecciones, la FIFA invitó directamente a Francia, Turquía y la India, pero estos tres países declinaron asistir. En el caso de la selección india porque la FIFA no aceptó que sus integrantes jueguen sin chimpunes, como lo hicieron en las Olimpiadas de 1948.

Finalmente, solo 12 países, más el anfitrión, participaron en el IV Mundial de Fútbol para disputar la Copa Jules Rimet, denominada asi en 1946 en homenaje al fundador de la FIFA.

13 EQUIPOS, 4 GRUPOS

La mayoría de las selecciones llegaron en barcos hasta Río de Janeiro. El representativo de Italia, campeón vigente desde 1938, cruzó el Atlántico muy disminuído porque en mayo del 49, un avión con el club Torino a bordo se estrelló y murieron todos sus ocupantes, entre los que se encontraba casi toda la selección azurri.

Al haber solo 13 países participantes, se formaron cuatro grupos, dos integrados por cuatro selecciones (el Grupo A: Brasil, Suiza, Yugoslavia y México, y el Grupo B: España, Inglaterra, Chile y Estados Unidos), un Grupo C de tres (Suecia, Italia y Paraguay) y un Grupo D de dos (Uruguay y Bolivia).

Brasil, ya entonces una potencia emergente en el fútbol, era el gran favorito, por la calidad de su plantel, jugar de local y tener la “torcida” más alegre e incondicional. Fieles a su estilo y para darle el marco perfecto al título por ganar, construyeron el estadio más grande del mundo, el Maracanà, con capacidad para 200 mil espectadores.

El Mundial, por entonces solo transmitido por radio y boletines noticiosos que se pasaban en los cines antes de las películas, se inició el 16 de junio y, desde el arranque, la campaña de Brasil fue una borrachera de goles y una fiesta interminable, con un 4-0 a México, ante 82 mil espectadores.

Con Suiza hubo un breve respiro y se empató 2-2 en el Estadio Pacaembu de Sao Paulo, ante “solo” 42 mil personas. La senda del triunfo volvería frente a Yugoslavia, al que le clavó un 2-0 que fue aplaudido a rabiar por los 142 mil asistentes al coloso de Río de Janeiro. Con estos resultados, Brasil fue el primer clasificado para la ronda final.

GIGANTE SIN RIVAL

Los otros finalistas serían España, por el Grupo B, Suecia por el Grupo C y Uruguay, por el Grupo D, que batió a una modesta Bolivia con un 8-0 que apenas fue aplaudido porque se jugó en un estadio de Bello Horizonte, casi en familia, porque solo lo vieron seis mil personas.

El campeón saldría de una liguilla entre estos cuatro equipos y la samba se volvería una locura nacional con el 7-1 que el Scratch le propinó a la selección de Suecia, ante 139 mil torcedores que aplaudieron ese festival de goles en el Maracaná. No había mejor manera de iniciar la carrera final hacia el título. Los otros dos rivales, España y Uruguay, empataban 2-2 en Sao Paulo, luego de arduo y reñido cotejo. Brasil iba adelante, no solo en goles, también en puntos.

Cuatro días después, el carnaval se adelantaría otra vez con la magia de Zizinho, la fuerza de Chico y los goles de Friaca y Ademir, goleador del torneo al anotar 9 goles en 5 partidos. Brasil era un gigante al que nadie le hacia ni un rasguño y España cayó hundida en la magia carioca. 153 mil personas aplaudieron y lloraron de felicidad al ver como el Scratch daba otro paso hacia la Copa con un soberbio 6-1 a los hispanos.

Uruguay, por su parte, casi a escondidas y a duras penas, le ganaba 3-2 a Suecia ante solo 8 mil personas, en Sao Paulo y se apuntaba para el tercer y último partido ante Brasil. Como si el Destino hubiera dictado esa página, los dos equipos llegaban por diferentes caminos hasta esa cita con la Historia.

En las puertas del título, la prensa y el pueblo brasileño ya se extasiaban y gozaban por adelantado con el placer de tener en casa la ansiada Copa Jules Rimet. Un importante diario llegó a titular “Estos son los campeones del mundo”, con amplia biografía de todos los cracks cariocas. Como escribió el uruguayo Eduardo Galeano, en las vísperas del 16 de julio, los brasileños no podían dormir por la alegría de tener a la mano el título mundial.

EL GRAN DIA

Un ambiente de fiesta nacional precedía a la final. Y cuando llegó el gran día, una impresionante multitud llegada de todo Brasil acampó y pasó la noche alrededor del Maracaná. El relator uruguayo Duilio De Feo, años después, recordaría con emoción que a las 8 de la mañana de aquel 16 de Julio, junto con su compañero César Gallardo, a bordo de un taxi apenas si pudo acercarse al estadio, pues ya la gente hacia cola para ingresar.

Al mediodía, a tres horas del partido, la “torcida” repletaba el Maracaná, “desgarraban alegría, magia, esplendor y confianza, la gente disfrutaba de antemano. El partido, aún sin haberse jugado, ya estaba ganado”, escribiría el relator.

Más de 200 mil personas, la más grande cantidad de gente que ha visto un partido de fútbol en la historia, gritó a rabiar y aplaudió al Scratch cuando salió con sus camisetas y pantalones blancos, su clásico uniforme de entonces, mientras que a la selección uruguaya apenas si los aplaudieron un centenar de charrúas. Una nube de fotógrafos seguía y registraba cada paso de los brasileños y alguno de ellos debió sonreir cuando el “Negro” Obdulio Varela, capitán de los celestes, les gritó “Vénganse que los campeones están acá…”

A las 3 de la tarde, con un sol esplendoroso y un estadio que rugía como cuando los romanos veían a los leones comerse a los cristianos en el coliseo, empezó el partido. Ansiosos de gloria, los Zizinho, Jair y Ademir arman y triangulan una sucesión de ataques, es una avalancha brasileña contra el arco de Roque Máspoli (un viejo conocido en el Perù) que la muralla celeste contiene con entereza y serenidad. Hasta 17 tiros de gol se pierden los dueños de casa.

Los minutos pasan y la multitud, que esperaba un baile y un festival de goles desde el pitazo inicial, siente y presiente la impotencia de sus jugadores, que no pueden doblegar la zaga rival y se ven contenidos antes de cruzar el área de peligro. Hay gritos de bronca y un aura de desazón empieza a flotar en el ambiente al terminar empatado el primer tiempo.

Al reiniciarse el cotejo, los dirigidos por Flavio Costa retoman la iniciativa y tras una sucesión de avances, a los 4 minutos del segundo tiempo, Jair habilita al punta Friaca y este lanza una pelota cruzada que derrota a Máspoli y desata un delirio de alegría que hace temblar al Maracaná y pone de pie a todo Brasil. Empieza la fiesta, ya nada detendrá al Scratch.

Pero el “Negro” Varela, el más experimentado de la selección celeste, va hasta el fondo de su arco y toma la pelota, luego camina lento hasta el juez de línea, a reclamar una posición adelantada inexistente. Son largos ocho minutos que detiene el juego, pues también pide un traductor y le reclama al árbitro.

Las graderías reventaban, ya no de alegría, sino de furia, al ver como se detenía a su aplanadora. Varela recordaría años después que un jugador brasileño lo escupió de cólera, pero él no le hizo caso. “Cuando empezamos a jugar de nuevo, ellos estaban ciegos, no veían ni su arco de furiosos que estaban, entonces todos nos dimos cuenta de que podíamos ganar el partido”, contaría el “Negro” años después.

Reiniciado el partido, Brasil ya no era el mismo, se había enfriado, mientras que los celestes, bajo la fuerza y personalidad de Varela ganaban confianza y se imponían minuto a minuto. “… yo había jugado un millón de partidos en todas partes, en canchas sin tejido, sin alambrado, a merced del público y siempre había salido sanito. Cómo me iba a achicar ese día en el Maracaná, que tenía todas las seguridades. Ahí yo tenía que dominar…”, diría el capitán uruguayo.

Con ese influjo, en el minuto 66, la defensa celeste controla un ataque de Bigode y avanza hacia el centro, la va a tocar Gambetta con Pérez y este a Ghiggia, que burla a un defensor, opera con soltura por el centro y la toca a Schiaffino que dispara de media vuelta y gol, un gol que corta como un rayo el aliento de los 200 mil torcedores.

Aún con el empate, Brasil era campeón, pero ya no tenía ni el empuje ni el talante para doblegar a su duro rival. El juego bonito había desaparecido, la magia del gol los abandonaba, el aliento incansable de sus 200 mil seguidores se extinguía. En el Maracaná, cuentan las historias de esa fecha memorable, solo se escuchaban las voces en castellano de los uruguayos, que se daban fuerzas para seguir adelante por “la patria o la tumba” como dice su himno.

Entonces a 11 minutos de terminar el partido, un nuevo contraataque celeste relatado en forma vibrante por el locutor uruguayo Carlos Solé se transforma en una triple pared entre el defensor Pérez y el veloz delantero Ghiggia, que desborda por la derecha a Bigode y lanza un potente disparo rasante que engañó al arquero Barboza y penetró como cuchillo en el corazón de Brasil.

El gigante, herido de muerte, enmudece. Nadie puede creer en el Maracaná lo que pasa y al acabar el partido, el sufrimiento de los torcedores es indescriptible y hay una confusión espantosa. El presidente de la FIFA, Jules Rimet, que como todo el mundo daba campeón a Brasil, bajó del palco cuando el partido iba empatado y preparó un discurso para leerlo al entregar la Copa.

Al volver, lo revelaría el propio Rimet años después, solo encontró en el campo a los jugadores celestes y ahí recién se enteró que el campeón era Uruguay. Con gran esfuerzo encontró al capitán Varela y, sin ceremonias ni discursos, con un simple apretón de brazos, en medio del dolor y el sufrimiento de los brasileños, le entregó la ansiada Copa.

La conmoción en Brasil por el resultado fue una humillación nacional y, esa noche, la gente lloraba en las calles y los bares y todas las celebraciones fueron canceladas. El Scratch nunca más volvería a usar camisetas blancas y nunca se mostraron unas camisetas que decían Brasil campeón, listas para ser entregadas apenas termine el partido y también desaparecieron los once vehículos especialmente acondicionados para pasear a los frustrados campeones por Río de Janeiro.

Con el tiempo, todos culparían del fracaso al arquero Moacir Barbosa, alguna vez idolatrado por ellos mismos como el mejor del mundo. Barbosa vivió atormentado por ese gol y sintió un injusto repudio. En 1993, fue echado de la concentración de la selección carioca que jugaba las eliminatorias para el Mundial de Estados Unidos. “Que no pase y que no vuelva”, fue la orden de un asistente de Zagallo. Barbosa murió siete años después, olvidado y pobre, y nunca olvidó que ya anciano, en el mercado, una señora lo señaló y le dijo a su hijo: “Mira, él es el hombre que hizo llorar a Brasil”. El negro Moacir habrìa hecho suya la frase de su compañero de infortunio, el lateral izquierdo Chico, que 30 años después del Maracanazo, repetía “no siempre ganan los mejores” y los ojos se le nublaban por las lágrimas.







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