PEREGRINAJE AL SAN CRISTOBAL, ASCENSO AL INFIERNO










Cuando en Viernes Santo se sube en peregrinaje a la cima del cerro San Cristóbal, sin quererlo, mientras se asciende hasta la enorme Cruz también se baja al fango del caos y la falta de autoridad, de la improvisación y la informalidad, todas estas viejas y conocidas lacras que retrasan el desarrollo y la modernidad en el Perú.

Todos los años, el peregrinaje a la Cruz y el recorrido por las siete iglesias son la expresión multitudinaria de los ritos católicos que conmemoran la Pasión. Pero mientras la Lima tradicional ora y se apretuja en las iglesias, la Lima de los migrantes andinos (sean de primera, segunda o tercera generación) se vuelca al cerro, en una expresión de fe que supera en cantidad a las procesiones del Señor de Los Milagros.

Desde el Jueves Santo por la noche, miles de personas suben a la cima para orar y prender velas al pie de la Cruz. “Es por Jesús, pero también es por mis hijos, para que les vaya bien y por mi madre que está en el cielo”, explica una mujer, que junto con su familia ha hecho un circulo alrededor de las velas que arden.

Así como ellos, en toda la pequeña explanada donde se yergue la imponente Cruz, hay miles de personas, igualmente sentadas o paradas alrededor de velas. Ya desde la noche del Jueves Santo, el San Cristóbal es una inmensa feria donde brilla la ausencia de control y orden, pues apenas si se distiguen unos pocos policías y agentes del serenazgo.


MULTITUDINARIO AMANECER

Con las primeras luces del Viernes Santo, quienes han pernoctado en la cima empiezan el descenso con todos los humos de la mala noche mientras poco a poco, en número creciente a medida que pasan los minutos, cientos y miles de personas suben lentamente por una sinuosa y estrecha carretera que bordea un abismo pelado, rocoso y muy empinado.

Se dan entonces los primeros choques entre la gente que baja y la que sube, apretones de miles de personas a pocos pasos del barranco, y que se repite en todas las curvas que hay desde la base hasta la Cruz. Cualquier hecho minúsculo que produzca o genere el pánico podría desatar una estampida humana y decenas o cientos de personas fácilmente podrían morir desbarrancadas.

En la ruta, sea para bajar o subir, no hay ninguna señal de advertencia o de cuidado para los visitantes, en su gran mayoría hombres y mujeres de origen mestizo y andino, vestidos con ropas sencillas y seguramente con muy pocos soles en los bolsillos. Suben en grupos, bañados en sudor por el intenso sol de otoño, y muchos llevan a sus pequeños hijos menores de cinco años, sin medir el riesgo al que los exponen.

Durante el paso de ese torrente humano, los pocos agentes de la Policía Nacional y del Serenazgo Municipal destacados en la ruta, simplemente pasean o hacen tiempo, sin advertir a muchos padres que no deberían subir con hijos menores de edad, quienes fácilmente serían los primeros en morir pisoteados por la multitud ante cualquier emergencia. Sin embargo, hay familias enteras que ascienden y muchos llevan a sus niños en brazos o cochecitos, ahondando el caos en los estrechos senderos.

UN SANTO NEGOCIO

Los únicos realmente organizados, dentro de este inmenso desorden, son los comerciantes, que con anticipación se han separado un espacio propio en el extenso recorrido de al menos tres kilómetros de largo.

Ya desde cuadras antes de iniciar el ascenso, a la espalda de la bicentenaria Plaza de Acho, empiezan las ofertas de velas y viseras para proteger los ojos del sol. También se oferta agua mineral y, como no, toda clase de alimentos, desde un humilde plato de papita con huevo hasta el ubicuo aeropuerto, un entreverado de arroz y tallarìn chaufa.

A medida que se avanza, siempre bajo un sol implacable y abrasador, con cada minuto que pasa la oferta se multiplica y se pueden encontrar desde ropas, adornos y botellas de vino a 3 soles, hasta bolsitas de piedras -¡si, también se venden piedras!- ha 50 centimos. Estas piedras y montones de velas serán colocadas por los fieles encima o alrededor de las siete cruces colocadas en diferentes recodos del camino, para recordar la Siete Estaciones del Vía Crucis.

En este alucinante ascenso, suficiente para expiar los pecados de cualquiera, la muchedumbre que avanza como una inmensa culebra sobre la pista que bordea el abismo también se puede tomar una foto del recuerdo, encima de un caballo o al lado de una llama. Si no le gustan los animales vivos, pueden posar encima de un tigre de plástico o cambiar el pelado fondo del San Cristóbal por el verde de Machu Picchu.

También hay en medio del camino una feria de artesanos bolivianos y puneños, quienes venden ekekos, herraduras de caballo, fajos de dólares y una serie de chucherías muy solicitados por quienes están ansiosos de atraer la buena suerte.

“De yapa le leemos la suerte con hojas de coca o le pasamos el carpincho vivo para quitarle los males de encima”, ofrece una puneña de trenzas largas, vestida de anchas y coloridas polleras, con su clásico sombrero. El carpincho no es otro que el armadillo altiplanico, al que le sobresalen un pelaje marrón entre las placas de su armadura, y que se pasa por el cuerpo del cliente mientras se reza en aymara.

ARRIBA SIEMPRE ARRIBA

Pero no todos suben por la pista y, a medida que se avanza, se puede ver como familias enteras, pero especialmente los más jovenes, suben por las empinadas laderas, muchas veces soltando piedras y tierra que caen sobre la gente que avanza por el camino.

Aunque resulte más difícil y pesado, porque se debe subir por el empinado cerro, esta es la ruta más corta y más directa para llegar a la cima, sin quedar atrapado entre las peligrosas aglomeraciones donde también hay raterillos a la caza de un reloj, un celular o una cartera que podrán jalar ocultos entre la masa. Como ocurre a diario en las calles de Lima, se avanza sin respetar ninguna señal y abriendo su propia ruta, al margen o contra la gente.

Llegar a la cima del San Cristóbal, en Viernes Santo, siempre será un espectáculo que así nomás no se ve en Lima. En todo el borde, se han improvisado kioskos donde se venden caldos de gallina, de cabeza de carnero y toda clase de potajes, pero ante todo se vende trago, un vino barato que los vendedores presentan como “puro de Ica” y que ofrecen a 3 soles la botella.

Alrededor de la Cruz, la gente acampa y coloca montañas de velas, que se derriten lentamente mientras unos rezan y otros beben vino en recuerdo de sus muertos. Son miles de peregrinos que cumplen estos ritos y los que se van dejan sus botellas usadas, sus ceras derretidas y los cartones donde se sentaron, y donde vendrán otros a hacer lo mismo.

Solo unos pocos vigilantes están detrás de un improvisado cerco de metal, levantado para que los fieles no se apretujen contra la Cruz. Durante todo el dia, estos vigilantes levantan niños y ramos de flores que, a pedido de los padres y dueños, son frotados para conseguir la bendición de la inmensa mole de granito, cemento y fierros que domina toda la ciudad.

Ya con la bendición de ver o tocar la Cruz, se inicia el penoso descenso, siempre en medio de una multitud que avanza peligrosamente por el camino al borde del abismo, aunque otros, para cortar camino y llegar más rápido al paradero, coquetean con la muerte y descienden en grupos por las pendientes que desembocan en el Rímac o San Juan de Lurigancho.






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