GRAU, EL COMANDANTE GENEROSO

“!Rescaten a esos desgraciados!”, gritó Grau desde el puente de mando del Huáscar y los ecos de esa enérgica orden, dirigida al mediodía del 21 de mayo de 1879 para salvar a los 63 naufragos de la “Esmeralda”, aún resuenan entre los hitos de los combates navales.

Su nombre, desde entonces, se asoció a los rasgos de bondad inimaginables en un comandante de guerra y, más aún, rompió los esquemas militares de su época al enviar la espada, las fotos y los recuerdos personales del caído Arturo Prat a su esposa, Carmela Carvajal.

Eran legítimos trofeos de guerra que el almirante peruano, ajeno a todo acto de rapiña, aquilató en su verdadera dimensión humana y los devolvió junto con una carta de condolencias, decisión que no tiene igual entre los grandes jefes navales de la historia moderna.

El fragor de la guerra y el odio que conlleva no anidaron en el espíritu de este piurano alto y fortachón, de 45 años al iniciarse el conflicto, que al mando del monitor Huáscar se convertiría, según lo escribió Jorge Basadre, en la única espada y el solo escudo del Perú durante los siete primeros y cruciales meses del conflicto con Chile.

Miguel Grau, “con la hidalguía del caballero antiguo” como lo definiera la viuda de Prat en su misiva de agradecimiento, se hizo de un lugar de honor entre los grandes jefes navales del siglo XIX, porque nunca se manchó las manos de sangre con ataques a poblaciones civiles o militares inermes, como los marineros del transporte de madera Matías Cousiño, a quienes perdonó la vida.

Pudo y estuvo a punto bombardear Antofagasta poco después de hundir a la Esmeralda en la última semana de mayo, influenciado por los ardores de la prensa peruana que clamaba venganza por los bombardeos indiscriminados contra Iquique, Pisagua y otros puertos peruanos dispuestos por el almirante William Rebolledo, atrincherado en el enorme poderío de sus blindados Blanco Encalada y Cochrane.

“Al siguiente día les corté el cable a tiro de fusil de tierra y no se atrevieron a hacerme fuego en lo que procedieron con prudencia porque al verificarlo estaba resuelto a bombardear la población”, le confiesa a su esposa Dolores Cabero en una carta escrita a bordo del Huáscar, el 29 de mayo.

En esa misma carta, el marino severo y de pocas palabras, también descorre su faceta de padre bueno y querendón que se preocupa y aconseja la compra para sus hijos de “vestiditos y camisas para que vayan siempre aseados a la escuela”. Líneas más abajo, y luego de mandar saludos a sus hermanas y “mil recuerdos a sus amistades”, un Grau preocupado le pide a su esposa: “No dejes que las niñas salgan solas a la calle y pocas veces a la puerta de la calle.

Estos ataques de los buques chilenos contra las entonces aún ciudades peruanas se realizaron en las primeras seis semanas de iniciada la contienda, pues luego el grueso de la Armada chilena partió al Callao, para supuestamente destruir en el puerto chalaco a la flota peruana, mediante un plan tan fantástico como inútil, según lo relata el capitán de fragata Manuel I. Vegas en su Historia de la Marina del Perú.

ENTEREZA

EN LA NIEBLA

En las aguas de Iquique, en la noche del 10 de julio, Grau volvería a mostrarse como un comandante de guerra noble y humano. Enviado desde Arica a hundir a la corbeta “Abtao”, llega pero no encuentra a su presa, que ha salido mar afuera con el acorazado Cochrane, la cañonera Magallanes y el transporte Matias Cousiño.

Lejos de dar marcha atrás, va en busca del enemigo y en la oscuridad marina divisa al Matias Cousiño, cuyo capitán Augusto Castleton trata de huir, pero al ser atacado le pide a Grau que no los hunda. El jefe del Huáscar decide tomar el transporte de madera, pero entre las sombras se divisan los humos de la Magallanes y la Abtao.

El remolque del Matias Cousiño ya no era posible y decide hundir la nave, pero antes mediante un altavoz advierte a los marineros chilenos que la abandonen. Grau espero 15 largos minutos hasta que tripulación sureña escapa en botes del barco, al que cañonea pero no logra hundir por la peligrosa cercanía de la Magallanes, con las que intercambia bombazos.

Hay un recio intercambio de fuego en la oscura y fría madrugada, al que pronto está por ingresar el poderoso Cochrane, un blindado que él solo duplicaba en poder de fuego y de coraza al Huáscar, lo cual obliga a Grau a emprender la retirada sin poder hundir al Matias Cousiño.

Sin embargo, una vez más, la nobleza y caballerosidad de Grau está por encima de los horrores de la guerra y Castleton, mediante una carta de agradecimiento y el envío de botellas de vino, tuvo la hidalguía de reconocer el gesto noble del comandante que le salvó la vida a él y su tripulación.

“Conociendo perfectamente que el buque que Ud. comandaba era un transporte chileno, mi deber era destruirlo. Por consiguiente mi conducta para con Ud. y su tripulación en esa ocasión me fue inspirada por un simple sentimiento de humanidad, lo mismo que emplearé siempre con todo buque al cual me quepa atacar en un caso semejante, no mereciendo por ello ninguna expresión de gratitud”, le respondió Grau con su clásica modestia, desde el monitor Huáscar, anclado en Arica, el 14 de agosto de 1879.

“He recibido el cajón de vino que tuvo Ud. Tuvo la bondad de enviarme (…) y no dejaré de beber a su salud como Ud. me lo pide”, señala más adelante con esa bonhomía que siempre fue su sello y aura personal.

EL HUÁSCAR DESATA CRISIS

Una vez más, Grau impone la pauta y el estilo en la guerra naval del Pacífico. Sus acciones alejadas de toda crueldad inútil, de todo ensañamiento con el rival más débil, obliga a sus oponentes a reconocerlo hasta el halago de enviarle las gracias y una buena ración de vino por respetar la vida del enemigo en plena contienda.

Este reconocimiento a Grau por parte del capitán chileno de ascendencia inglesa adquiere una mayor relevancia porque se dio pocos días después que el Huáscar infligiera uno de los golpes más sensacionales de la guerra naval con la captura del transporte chileno Rímac, el 23 de julio de aquel fatídico 1879.

El Rímac era un imponente y moderno navío de más de dos mil toneladas, a cuyo bordo iba completo el Regimiento Cazadores de Yungay (258 soldados, más 15 jefes y oficiales), con sus armas, equipos y 260 caballos.

Toda esta poderosa hueste chilena cayó rendida, sin disparar un tiro, por obra de Grau y la noticia desató la consternación, primero y luego se desató la ira del populacho en Santiago, que apedreó al ministro de Guerra y abucheó al presidente Pinto.

El Congreso peruano, presionado por la opinión pública, agradeció a Grau por estos enormes servicios en defensa de la patria y lo elevó al rango de contralmirante, pero él nunca enarboló ese distintivo por no abandonar el mando del Huáscar y siempre tomó con modestia los vítores y aplausos que arrancaba a su paso en tierra firme.

Con la sapiencia del comandante que sabe el límite de sus fuerzas, Grau era consciente desde antes de la guerra que el monitor, en las condiciones en que estaba, no era rival para los poderosos blindados gemelos de Chile, que lo triplicaban en tonelaje, en poder de fuego y hasta en movilidad por estar dotados de doble hélice.

“Todo esto está muy bien, pero cuando llegan las bombas para mi buque”, le diría una vez a su paisano, el contralmirante Lizardo Montero mientras caminaban por Arica, en alusión a las Palliser, las únicas bombas de acero que podían perforar el blindaje de 9 pulgadas de espesor del Cochrane y Blanco Encalada.

A pesar de esas limitaciones y ser consciente de la pésima puntería de sus artilleros, Grau arrostró con entereza y valentía el reto de enfrentar a una escuadra más poderosa. Sabía además que su vida estaba unida al monitor.

Por eso, en su última visita a Lima, al ser homenajeado con un gran banquete por sus amigos del Club Nacional, para responder a los oferentes, con la sencillez y la parquedad del hombre de acción diría: “Todo lo que puedo ofrecer en retribicuión de estas manifestaciones abrumadoras es que si el Huáscar no regresa triunfante al Callao, yo tampoco regresaré”.

El 8 de Octubre de 1879, a las 9:45 de la mañana, un bombazo de 150 kilos lanzado por el acorazado Cochrane voló al almirante Grau en la torre de mando del Huáscar. Era el corolario grandioso a una página de la historia naval pocas veces vista en la historia.


LA OTRA CARA

Mientras Grau les daba una lección de calidad humana en Iquique, al rescatar a los marineros y ocho oficiales de la Esmeralda que luego gritarían “viva el Perú generoso”, ese mismo 21 de mayo, pocos kilómetros al sur, en Punta Gruesa, la pequeña goleta Covadonga, al mando de Carlos Condell de la Haza, dejaría de huir y volvería para cañonear a los sobrevivientes del blindado Independencia, nuestro supuesto mejor barco de guerra, que se hundió al chocar contra una roca submarina. Cruel paradoja, Condell era hijo de la peruana Manuela de la Haza, cuyo padre y dos hermanos fueron contralmirantes de la Marina peruana. Pero el pariente chileno, sin duda, era harina de otro costal.

GRANDES CAPITANES

El norteamericano Jack Sweetman en su libro Los grandes almirantes reseña la vida de 19 grandes jefes navales, entre 1587 y 1945. Entre otros como el inglès Francis Drake, menciona al almirante dano-noruego, Niels Juel (1629-1697), quien revolucionó la táctica naval al concentrar el ataque contra una línea enemiga. Luego vendría Sir Edward Hawke (1705-1781), apodado el Inmortal, destruyó a la flota francesa y fue el primer Lord del Almirantazgo inglés. Fue opacado por la gloria del gran Horacio Nelson, vencedor en Trafalgar (1805), que le dio la supremacía en mar a Inglaterra por todo el siglo. Nelson, como Grau, murió en pleno combate. Otro gran estratega y héroe naval fue el austriaco Wilhem von Tegetthof, vencedor de la Batalla de Lissa (1866), la primera donde se enfrentaron decenas de acorazados. Ninguno de estos héroes, sin embargo, presenta los rasgos que hicieron célebre a Grau.






Comentarios

  1. Esos "actos humanitarios" bien le costaron la guerra al Peru y la vida a miles de peruanos esa es la verdad...

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